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Presentación

Pensar en tiempos de pandemia

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Estamos ante cuestiones que nos superan. La pandemia de coronavirus es, sin lugar a dudas, un desafío radical al mundo tal y como lo conocíamos unos meses atrás, y que ahora parece una estructura vacilante cuya forma emergente no logramos aún entrever. No queremos adscribirnos a las corrientes proféticas que han caracterizado cierta parte del debate crítico reciente, sino más bien entender esta coyuntura como un vasto espacio de posibilidades. Nuestra intención es dar cuenta de algunas líneas de emergencia que dejamos trazadas aquí y que hacen parte de diálogos extendidos en el tiempo y en el espacio con colegas, con amistades, con estudiantes de pregrado y posgrado y con personas situadas por fuera de los confines de la academia. Es a un nosotros/as colectivo y afectivo al que hacemos referencia, una imagen, ojalá, de una academia por venir. 

Lo que este momento singular nos impone es la urgencia de pensar — y repensar — lo humano en el marco de unas circunstancias donde esto que llamamos coronavirus ha emergido como una suerte de sujeto del cual no podemos demandar nada, un sujeto al que no podemos interpelar, un sujeto ante el cual, aunque quisiéramos, no podemos negarnos o resistirnos. Es un momento de quiebre ¿se trata acaso de un acontecimiento? ¿de qué tipo? ¿qué cuestiones conecta y vincula?

Michel De Certeau nos ha mostrado un camino valioso para dejar de pensar el acontecimiento como lo que sucedió, y entender más bien que es lo que él deviene. Esto quiere decir que es tanto un resultado, como un comienzo. La pandemia es un punto de inflexión, pero ciertamente es también una convergencia de otras historias, de otros tránsitos, de otros flujos. Es una historia que articula elementos tan primigenios como las cadenas de ARN con la contemporaneidad de los cuerpos, sus aglomeraciones y su circulación por un mundo globalizado. El virus es un efecto, el resultado de una micro-vida que transita a través de nosotros, un flujo incesante de interacción entre mundos humanos y no humanos que entrecruza constantemente nuestra historia, y en ocasiones, de manera catastrófica. La pandemia es la evidencia de la intersección de mundos, de procesos — biológicos, culturales, sociales, políticos, económicos. 

Nuestras formas de organización urbana, las aglomeraciones “normalizadas" de los sistemas de transporte, nuestra sociabilidad multitudinaria, nuestros precarios sistemas de salud, nuestra desigualdad masificada, todos esos efectos que hemos “naturalizado” a lo largo de nuestra anhelada/temida era de la normalidad, son el resultado de un mundo fundado sobre la competencia y regido por etéreas, pero aniquiladoras fuerzas del mercado que ahora cobran la dimensión de tragedias inenarrables. El virus es el gran revelador que “muestra” la fragilidad del mundo y hace chocar, como si se tratara de algún juego, elementos vitales como el autoritarismo y la salud, el bienestar y la precariedad, o la producción y la sobrevivencia, que se contraponen unos a otros.

Nos habíamos habituado a pensar que la evolución era algo que les acontecía a las demás especies con las que convivimos, y que la humana habría culminado su proceso evolutivo, al menos en su dimensión biológica. Los seres humanos, ubicados en la cúspide de una pirámide imaginaria, hablábamos de desarrollo, de progreso. Nuestros cuerpos no se transformaban, pero nuestras sociedades “crecían” (o debían hacerlo) de manera infinita e ilimitada. Asimilamos el paradigma del crecimiento — de lo Mismo y del Más — a una especie de destino manifiesto, a una fe irreflexiva con la potestad de arrasar otros mundos. La llegada del virus detuvo, al menos momentáneamente, todo eso, y produjo un fugaz extrañamiento en nuestra especie. Y es ese extrañamiento el que nos obliga a pensar. Es en esa brecha, en esa grieta, donde queremos establecernos para pensar. Creemos que tenemos el deber de hacerlo.

El virus, en tanto gran revelador, también nos sitúa en un lugar bochornoso, desconcertante, aleccionador: el de no saber. Nuestra moderna soberbia antropocentrista étnica y culturalmente situada — blanca, cristiana, patriarcal, heterosexual — pretendió que la racionalidad y el conocimiento científico eran herramientas más que satisfactorias para entender, pero sobre todo, para dominar el mundo. Lo que el virus pone hoy en evidencia es nuestra pasmosa limitación. Un organismo — extraño organismo, no está vivo pero es inmortal  — cuyo tamaño equivale al de una gallina con respecto a nuestro planeta, ha detenido en seco esa larga historia de soberbia. Meses después de su aparición desconocemos con total certeza cuestiones tan básicas como las dimensiones reales del contagio, su mortalidad, su capacidad de sobrevivencia en superficies o temperaturas, sus efectos, porqué mata a unos y a otros no. ¿Hidroxicloroquina? ¿Anti-coagulantes? ¿Respiradores? ¿Comorbilidades? ¿Té herbal de Madagascar?

La vieja normalidad fue sustituida por el vértigo del cambio constante y las certezas de un día se transforman rápidamente en las incertidumbres de otro. Es ante esa brecha de incertidumbre que se le pide a la ciencia rapidez, eficiencia, resultados — lo mismo que se le demanda al mercado, a la productividad —, pero ella evidencia más bien lo que muchos sabían, pero no afirmaban en voz alta: que la ciencia lidia con la incertidumbre y el error, que es incierta, que es lenta, y en últimas, que no tiene todas las respuestas.

 

La evidencia de la incertidumbre, sin embargo, no le sirve a la política. Ese “no saber” transita a una multitud de espacios donde la incertidumbre ya no es reveladora, sino potencialmente aniquiladora. Se manifiesta en los criminales titubeos de los estados a la hora de otorgar salvamentos, ayudas y apoyos a quienes han perdido su sustento, a quienes no pueden confinarse o que lo han tenido que hacer con quienes les agreden, a quienes son frágiles y vulnerables, a quienes se encuentran separados y distantes, pero no lo sufi-ciente como para ponerse a salvo de este acontecimiento planetario. 

A pesar de la agobiadora evidencia en contra, se sigue afirmando con certeza cínica que las cifras que se inyectan al sistema financiero, aquellas destinadas a créditos especiales para ese sujeto abstracto que es la banca, producirán el efecto prometido de la capilaridad del capital y la riqueza fluirá, como en aquella imagen recurrente de la pirámide de copas, desde la cúspide hacia la base. Al contrario del “no saber” de la ciencia, siempre prometedor y provocador, pero inútil para la política, la incertidumbre de los mercados, domesticada cuando se trata tomar decisiones, es útil y deseable. Y mientras se instaura esa dicotomía entre economía o vida (el dinero o la vida, como en un asalto), ese tipo de dualidad, que Isabelle Stengers califica de “alternativa infernal” porque cualquiera de las opciones resulta catastrófica, se instaura al mismo tiempo que un juego siniestro de saber-no saber. 

Así, lo que Mario Blaser llama la política razonable (aquella que transforma las diferencias en diferencias entre perspectivas del mundo, y que asume su “aplicabilidad” universal) sabe que las leyes del mercado funcionarán, sabe, afirma con total convicción, que es necesario retornar al trabajo, a la producción, a la normalidad, pero, al mismo tiempo, no se sabe cuántos terminarán infectados, cuántos morirán, cuántos más deberán ser sacrificados, así como también se opta por no saber qué sucederá con quienes esa política razonable deja de lado. 

En franco contraste con esta imagen, resulta muy valioso recordar que saber no tiene que ver con la habilidad para realizar predicciones o con la posi-bilidad de ejercer control, sino más bien con mantener una actitud abierta, interesada frente a aquello que desconocemos. Se trata, en últimas, de un pensar con y a través de. Nuestro cohabitar este mundo con una multiplicidad de otros seres — animados, inanimados, ¡y hasta virus! — nos pide un reconocimiento franco de cómo esas relaciones nos transforman irremisiblemente, ofreciéndonos a la vez una señal clara de que en ese saber, en esa curiosidad por el mundo, debe estar contenido también el cuidado. Desde este punto de vista, saber y vivir estarían profundamente interconectados y la apertura, la curiosidad y el interés serían los cimientos para erigir mejores posibilidades para nuestra existencia conjunta. Esta es, sin duda, otra imagen entrañable para una academia futura.

Confrontados con estos nuevos vértigos, con un tiempo que llama a la reconstitución de la imaginación, las ideas de una apertura radical, de una imaginación radical y de un cuidado radical podrían implicar, sencillamente, que otro fin del mundo es posible.

 

Bogotá, junio 10 de 2020

 

 

Marta Cabrera es profesora asociada

del Departamento de Estudios Culturales.

Óscar Guarín Martínez es profesor asociado

del Departamento de Historia.

Los dos son coordinadores de

SensoLab, Laboratorio de Experimentación,

de la Facultad de Ciencias Sociales.

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